Hacia la mitad del embarazo, una de las ecografías de control detectó que uno de los fetos presentaba un problema en un riñón. Dicho problema, conocido como hidronefrosis, fue empeorando a medida que avanzaban las semanas de gestación. «Habrá que esperar al nacimiento para confirmar la magnitud de la patología», comentó la ginecóloga. Desgraciadamente, y después de numerosas pruebas, nos confirmaron que uno de los hermanitos presentaba un problema renal que debía ser intervenido quirúrgicamente.
Así pues, tras las pertinentes pruebas preoperatorias y la visita con el anestesista, a los 2 meses de vida ingresábamos en el hospital para solucionar el problema.
Como ya podéis imaginar, el ingreso hospitalario siempre supone un trastorno para el niño y la familia. En el caso que nos ocupa, la cosa aún se complicaba un poco más: el paciente tenía un hermano gemelo y ambos se alimentaban de lactancia materna. Por lo tanto, podríamos decir que en este caso se trataba de un ingreso familiar o XXL: paciente, hermano gemelo, madre y un servidor. Como comprenderéis, la logística de un ingreso de tal magnitud no podía ser nada fácil: ropa de los gemelos, pañales, cremas, ropa de los padres y. …. la cuna del hermano!
Una vez instalados, el celador fue a buscar al paciente para llevarlo a quirófano. Afortunadamente, gracias a la experiencia del cirujano, la intervención resultó todo un éxito y en poco más de 3 horas ya teníamos al pequeño de nuevo en la habitación. Fue entonces cuando, pasados los nervios iniciales, comenzó el baile de verdad.
Después de un día de tensiones al servicio de las necesidades del pequeño, llegó la primera noche. El paciente tenía su propia cama, una cama de adulto para un lactante de 2 meses, la madre dormía (es un decir, claro) en la cama del acompañante, el hermanito en su cuna portátil y yo aguantaba el tipo como podía en una estupenda silla. Las tentaciones de tumbarse al lado del paciente (cama XL, cuerpo XS) eran grandes, pero uno es prudente y no se atrevió. Casi sin querer, amaneció y, a medida que el día iba avanzando, las enfermeras fueron retirando tubos y catéteres de un pequeño post-operado cada vez más vivaracho
La segunda noche, una amable enfermera nos dijo que podíamos compartir la cama del paciente. Viva! Poco nos imaginábamos que esa concesión daría pie a una imagen matutina un poco ridícula: cirujano, asistente y enfermera pasando visita, mientras el padre de las criaturas, despeinado y en calzón corto, a duras penas podía abrir los ojos ni articular palabra.
A pesar de que el estado físico de los padres disminuía de forma inversamente proporcional a la mejoría del paciente, el optimismo nos invadía y la tercera noche ya no nos cogió desprevenidos. La visita de cirujano tomó el aire de solemnidad que merecía y el buen profesional encontró una padres duchados, peinados, perfumados y dispuestos a oír buenas noticias. Y.. efectivamente! según el médico, la evolución del post-operatorio era impecable y esa tarde nos íbamos a casa, cansados, pero muy contentos: el problema del riñón había sido resuelto.